miércoles, 23 de octubre de 2013

El águila y la serpiente (la doctrina Parot)


Iba a escribir, no, estaba escribiendo un largo texto al hilo de la sentencia sobre la doctrina Parot, aunque el ‘método’ Parot tal vez serviría mejor para referirse a ella, considerando dicho remiendo más bien al hilo del Recurso del método, de Alejo Carpentier, quien de esta clase de metodologías jurídicas bien entendía, como su obra bien demuestra.

Pero se me cruzó por el camino la memoria, que no es que la tenga de elefante, pero que en ocasiones todavía me resulta útil y que al hilo de una tenue asociación me llevó a buscar ¡y a encontrar!, que eso es con mucho lo más destacable, un texto que leí en Nero su nero (Negro sobre negro, año 1979), de Leonardo Sciascia, obra reputada por la crítica italiana como la cima de su labor ensayística y de la cual, desde luego, no opino yo menos.

Y, efectivamente, mi memoria me había servido bien, tanto que me ha ahorrado con toda seguridad un puñado de horas de trabajo más, pues, como juzgará el lector, no se puede explicar más en menos páginas, salvo que se ponga uno a idear aforismos o se vaya a ver una exposición de El Roto, ni se pueden abrir más espacios para la consideración, más llenos de contenido y, si se me permite, de humanidad, esta con sus mejores y peores caras, y de muy clara aplicación todo ello a todos los hoy enfrentados, afectados y concernidos con el asunto que será tema del artículo, la sentencia del tribunal de Estrasburgo sobre la doctrina Parot. Y aunque el ejemplo pertenezca a otro tiempo y circunstancias, bien se dejará ver la pertinencia del mismo.

A su vez, todo ello será un interesante artefacto de intertextualidad confesada. El texto de Sciascia, del año 1979, remite a la obra El águila y la serpiente del mejicano Martín Luis Guzmán (1927), obra capital sobre la revolución mejicana cuyo título, a su vez, según explicó su autor, le vino sugerido por una consideración de Vicente Blasco Ibáñez en El militarismo mejicano (1920), al hilo de la idea de este último de considerar que estos dos símbolos, que figuran en el escudo de México, manifiestan un modo de convivencia brutal. Exiliado fue Guzmán, exiliado fue Blasco Ibáñez y exiliado no, pero al final de sus días más casi expatriado por hastío y disgusto, lo acabó siendo a medias también Sciascia, huido, no, pero que sí terminó recalando en Francia largas temporadas, cansado de un país que se le había hecho ya difícilmente soportable.

Y en este ejercicio de ejercicios, de conversaciones del presente con el pasado, me permito entrometerme o insertarme, con toda la modestia del mundo, casi otros cincuenta años después, por seguir la línea temporal, pero con una consideración propia: esa águila y esa serpiente, el águila o aguilucho de Sánchez Ferlosio, ¡pum, pum!, cuyas plumas caen sobre el escenario del acto único... y esa otra serpiente de ETA, pero serpiente de tantas ETAS como en la tierra hay, que no pudieron todas juntas más que traerme al título milagrosa e intertextualmente sobrevenido de este escribimiento.

Voy pues con el texto de Sciascia, que traduzco de la edición de Nero su nero de Adelphi, biblioteca Adelphi, 231, Milán, 1991.

[El homicidio de Sallustro me ha hecho recordar dos episodios concomitantes, por llamarlos de alguna manera, pero de signo opuesto, de ese libro extraordinario que es El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán: uno de esos libros (y creo que es frase de Hemingway) que enseñan a escribir –y, sobre todo, que enseñan a escribir cosas feroces sin tener que ponerse la máscara de la ferocidad–. Publicado en Italia hace justo treinta años por Rizzoli, en excelente traducción de Mario Socrate (Nota mía, Sciascia hablaba y leía perfectamente en español), es raro que no haya sido nunca reeditado, por el mismo editor o por otros, en una de las tantas colecciones universales y económicas de estos años.

Como dice el título, el libro cuenta de Méjico y, más exactamente de la Revolución mejicana y de sus protagonistas: Villa, Zapata, Obregón, Gutiérrez, Carranza. Personajes que parecen levantarse en vivo, especialmente Villa, en episodios tal vez marginales, pero siempre significativos. Guzmán cuenta cosas que ha visto, porque tuvo papeles de primer plano en los acontecimientos, habiendo llegado incluso a ministro en el frenético hacerse y deshacerse de los gobiernos revolucionarios. Y no sé cuanto habrá valido como hombre político, pero como escritor, mucho. Releyendo después de treinta años y después de haber bebido en tantas otras cantinas, el libro se me restituye en una grandeza intacta. Pero veamos los dos episodios recordados y reencontrados.

Un general del ejército revolucionario se encuentra con el problema, apenas tomada mediante batalla una población, de tener que pagar a la tropa. Y encuentra rápido el modo: le ordena a su ayudante que le traiga a las cinco personas más ricas de la villa y les da sus nombres. El ayudante los encuentra fácilmente y los conduce ante el general. El general interpela al primero, Carlos Valdés, y le dice: “Señor Valdés, por la fuerza de mi poder os concedo doce horas para ingresar cinco mil pesos en la caja de la brigada”. Al segundo le concede quince horas para pagar seis mil, al tercero, dieciocho para siete mil, al cuarto veintiuna para ocho mil y al quinto veinticuatro para nueve mil. Cuatro de ellos se quedan como fulminados, pero uno, el primero, protesta: “¡¿Doce horas para ingresar cinco mil pesos?! Me parece estar soñando. Un año de tiempo sería poco, tan poco como doce horas. Por lo tanto, por lo que a mi respecta, es inútil hacer esperar al verdugo, mándeme de inmediato a la horca...”. Irritado y solemne, el general contesta: “La Revolución, señor Carlos Valdés, no tiene verdugos ni los necesita”.

Hizo de verdugo un sargento y a las siete y cuarenta y siete de la mañana siguiente el señor Carlos Valdés fue ahorcado. Los otros cuatro, después de asistir a la ejecución, pagaron. Más tarde, contando los pesos, el general le dijo a su ayuda: “han pagado todos”. “Todos menos Valdés”, objetó el ayudante. Y el general: “Pero yo sabía que no habría pagado, no tenía ni para pagarse el entierro... pero ahorcándole a él estaba seguro de que los demás pagarían”.

Segundo episodio. Guzmán va donde Villa, lo encuentra muy enfadado y ansioso, junto al telégrafo, a la espera de noticias de una batalla que sus hombres estaban manteniendo. El telégrafo empieza con su tac, tac, tac: la batalla se ha ganado, tanto muertos, tantos heridos, tantos prisioneros. “¿Qué hacemos con los prisioneros?”, preguntó el comandante de la columna. La pregunto irritó a Villa: “¿Cómo que qué hay que hacer con ellos?, ¿cómo que qué es lo qué hay que hacer?, ¡pues fusilarlos!”. Y dirigiéndose a Guzmán y a un Llorente que estaba con Guzmán: “¿Qué les parece, señores doctores?”, ¡preguntarme a mí qué hay que hacer con los prisioneros!”. Y después de transmitir la orden de fusilarlos, pregunta todavía: “¿Qué les parece?”. Pálido como un muerto, pero firme, Llorente contesta: “A mí, general, si tengo que serle sincero, no me parece una orden justa”.

Guzmán cerró los ojos, esperándose que Villa sacara la pistola y castigara la desaprobación. Pero después de unos momentos de silencio, calmado, Villa pregunta por qué. Y entonces Guzmán explicó: “Quien se rinde, mi general, mediante este acto ahorra la vida de otro, o de otros, dado que renuncia a morir matando. Y así, quien acepta la rendición, está obligado a no condenar a muerte”. Villa le miró fijamente, después se puso de pie de un salto, casi gritándole al telegrafista la contraorden y que exigía de inmediato, por la otra parte, contestación. Ésta llegó veinte minutos después, veinte minutos que Villa pasó angustiado. Cuando supo que los prisioneros estaban a salvo “cogió su pañuelo y se lo pasó por la frente para enjugurse el sudor”. Después, a la noche, durante la cena les dijo a Guzmán y a Llorente: “Y muchas gracias, amigos, muchas gracias por lo de esta mañana, por el asunto de los prisioneros”.

La diferencia entre el general que ahorca al pobre Carlos Valdés y Villa, que primero encuentra ‘natural’ que a los prisioneros se les fusile y que después descubre que lo ‘natural’ es no fusilarlos, y los salva, es, primeramente, la diferencia que corre entre hombres y no hombres, ‘entre hombres y no’. Otra diferencia, que desciende de la primera, es que Villa era un revolucionario y el general era un verdugo. Mientras afirmaba que “La Revolución no tiene verdugo y no lo necesita”, el general se comporta precisamente como verdugo y no como revolucionario y Villa, que desconoce si una revolución puede o no tener verdugo, en el momento que aprende que no puede, queda, como dice Guzmán, ‘en la cruz’, y de su feroz seguridad baja a la trepidación, a la angustia y, después, sencillamente, con ese pudor y esa humildad que vienen de la fuerza, agradece a aquellos que le han revelado una ley que desconocía, pero que vivía oscuramente dentro de sí, en su ser hombre y revolucionario.

Es imposible decir aquello que en una revolución se debe o no se debe hacer, se puede o no se puede hacer, pero sí se puede decir aquello que un revolucionario no debe y no puede hacer. Esto es: no puede y no debe hacer de verdugo. Y mucho más cuando no hay revolución y solo hay el revolucionario (el subrayado es mío). Contrariamente a lo que afirma el general-verdugo (y hay que leer, en Guzmán, la experta pericia con la que prepara, con sus manos, el nudo para Carlos Valdés), la revolución puede incluso necesitar del verdugo, pero lo que es cierto es que un revolucionario no puede rendirse al oficio de verdugo sin entrar en el ‘no’, en la negación de sí mismo como hombre y como revolucionario.

“No se puede combatir una guerra como esta teniendo en cuenta principios morales, pero tampoco se puede hacer no teniéndolos en cuenta”, dice un personaje de L’espoir de Malraux, y habla de la guerra de España que era, a la vez, guerra de estados, guerra civil y revolución. Y menos todavía pueden no tenerlo en cuenta los pequeños grupos que se consideran delegados a hacer la revolución de masas que no están todavía o que ya no están en condiciones de hacerla].


Hasta aquí, el texto de Leonardo Sciascia. Años setenta finales, los años de plomo. Los mismos años de plomo que aquí pasamos, pero que aun se prolongaron casi dos decenios más. Y cuyas consecuencias jurídicas, en lo tocante al terrorismo, son esta luchas de interpretaciones sobre las penas, su longitud, su cumplimiento y sus garantías.

Hoy, demonios extranjeros para unos, exponentes de la cordura, para otros, han dictado una resolución que entronca directamente con las raíces de la jurisprudencia, partiendo el término por sus dos componentes, para mejor comprensión del mismo, dos raíces que hoy, en Europa, descienden directamente de los padecimientos de las poblaciones en aquel mundo ensangrentado y de muy escasas garantías jurídicas de la primera mitad del siglo XX.

De resultas de ello, un sistema garantista (libremente adoptado por sus miembros, quienes, en su conjunto y mancomunadamente, mediante los organismos ad hoc en los que participan con su voto, dictan esta jurisprudencia, con españoles incluidos, por cierto) es el que dictamina cuáles situaciones jurídicas son conformes a esa legislación y a su inspiración y cuáles no.

Y, actualmente, y para algo más que solamente hipotético bien de todos, las leyes no solo pretenden dar satisfacción y justicia a quienes la demandan, por hechos cualesquiera padecidos, incluidos los más atroces, además de apartar a los delincuentes de la posibilidad de seguir delinquiendo, más la intención de castigar, o redimir o ambos, según prefiera tomar cada cual el asunto según su mejor entender; sino que, además, incluyen apartados específicos y muy claros que, a su vez, protegen a los justiciables y a los reos nada menos que de la propia ley, y a esta incluso de sí misma o del cumplimiento poco escrupuloso de sus dictados que algunos de sus servidores pretendan, en particular, en la vertiente de pretender aplicar mayor castigo que el que la propia ley prescribe.

En este espíritu y en el entendimiento de habérselas con esos ‘revolucionarios’ convertidos en verdugos según el texto anterior, la ley, de ninguna manera está ya autorizada, por ley misma, a aplicar, digamos, la ley de Talión, para entendernos, sino que ha de atenerse a las limitaciones que ella misma se impone. Ya no se tira al foso la llave de la celda, ya no hay legitimidad posible para el tiro en la espalda o para la venganza sin más. El ministro, el jurista, el juez, el policía, el funcionario, el sicario o la propia víctima vengadora, que nunca faltan, y que se vean ante la tentación de endurecer la ley por su cuenta, podrán tal vez conseguir alguna pública simpatía, y no cabe decir que esto no sea comprensible para algunos, siquiera en el caso de las víctimas, pero tendrán la misma ley en contra que tiene el asesino, asesino con causa o sin ella. Y, no lo duden, esta es una de las cosas mejores y más avanzadas del mundo que hoy tenemos.

Y el caso de la doctrina Parot, hoy suspendida, por no decir cateada, es, sin embargo, un caso evidente de chapuza o tejemaneje jurídico que se saltó ¡nada menos! que ese principio sagrado, que alienta detrás de toda legislación moderna como, por supuesto, la que emana de la Corte de Estrasburgo lo es, y que indica que no pueden bajo ningún concepto endurecerse retroactivamente las penas a los reos ya sentenciados y juzgados. Principio, por lo demás, que no es venir a descubrir hoy ningún Mediterráneo, porque de hecho está incorporado a la legislación española, como a tantas otras, desde el siglo XIX.

Y solo cabe añadir que nuestros legisladores y sus inspiradores no supieron resolver adecuadamente, en aquel momento, un problema jurídico que les había explotado en las manos, por la sencilla razón de que una legislación, todavía en parte franquista, contemplaba una serie de conceptos para la reducción de penas que llevó a casos como que asesinos con decenas de muertos en su haber pudieran estar en la calle tras quince años de cárcel. En consecuencia, pero antes de cambiar esas leyes, lo que finalmente se hizo, fue adoptar, mientras tanto, la llamada doctrina Parot, que en la práctica era una monstruosidad jurídica, que es lo que ha sido fallado ayer como improcedente.

Y rasgarse ahora las vestiduras y cargar de culpas a los juristas ajenos, que no las tienen, no parece más que un ejercicio bastante burdo de propaganda simple de la estaca, porque España, a día de hoy, tiene el dudoso honor de ser el estado que más ha contemporizado, con una lenidad sorprendente y chocante y con una indulgencia como mínimo significativa, con delitos igualmente execrables y jamás ni siquiera juzgados, como lo atestiguan los cadáveres todavía por desenterrar de las cunetas, en la represión habida durante y después de la Guerra Civil y, hoy, ya caso único de un estado que persista en tan poco jurídica y vergonzosa práctica, y, por lo tanto, como tal estado, teniendo muy pocas cartas que esgrimir para la defensa de nuestro siempre patriótico uso de la ley del embudo. Porque seguimos con nuestras viejas querellas de los muertos mejores y los muertos peores, con los asesinos buenos y los asesinos malos, con los excusables y los no excusables.

Y aunque a nadie le agradan los asesinos sueltos por la calle, –a mí, no, desde luego–, y lo mismo sirve decir de los del tiro en la nuca que de los violadores de niños, y por más que su presencia en libertad, una vez cumplidas sus penas, resulte sin duda en un enorme desasosiego moral, sin embargo sí cabe recordar algo que siempre se omite. Los que están en la calle, sin haberse fugado, lo están en cumplimiento de la ley, porque por más que suene así de raro, así es. Porque lo están en el cumplimiento de todos sus términos, de los que indican las sentencias y de los adicionales, también escrupulosamente legales, que pautan los beneficios penitenciarios y la totalidad de las razones, también legales, para los acortamientos de las penas efectivas a cumplir. Cuando todos ellos se alcanzan, el reo, ladrón de bocadillos, terrorista o asesino múltiple que sea, sale a la calle, cabe solo añadir a esto: como debe ser. Y aunque le duela a la gran mayoría de personas que no delinquen o le resulte insoportable a las víctimas, siendo el caso de la excarcelación de Inés del Río un ejemplo de ello. 

Y como es asunto en el que no cabe no expresar opinión, al menos en lo que toca al asesinato político, es decir, al del terrorista del tiro en la nuca o del que mata al secuestrado para lograr que otros paguen, como ese general ‘no hombre’, es decir, ajeno a la humanidad, del texto citado arriba, la mía la remito a los términos de dicho texto. E, igualmente, tengo otra cosa clara. De ningún modo la ley, ni lejanamente, puede ponerse en los mismos términos que los asesinos. Y, todo hay que decirlo, hoy ya no se pone. Para bien de todos.

Cierto que explicarle esto a los hijos y a los padres de los asesinados –y, por supuesto desde la solidaridad con ellos, no desde la defensa de la causa del asesino–, no es tarea fácil, sería labor más bien digna de un sabio o de seres humanos con la hache muy mayúscula, capaces de argumentar con mejores razones que las mías, pero también es la manera de sugerirles que esa es la única forma que tienen de no ponerse, como personas, a la altura de esos asesinos, y no ya solo como ley, que ella sí tiene la obligación de hacerlo, sino como seres humanos individuales, dotados de conciencia y razón. Porque de no entenderlo así, lo que en definitiva se propondría sería, términos arriba, términos abajo, dar de nuevo, y no importa desde cuál ideología, sensibilidad u óptica, como se diría ahora, en validar o proponer una vez más la conveniencia de la existencia de los muertos en las cunetas, o actuaciones poco más o menos por el estilo, si bien con alguna lenidad mayor, dados los tiempos. Y darlo, entonces, todo ello por bueno, lo cual, a mi entender, no sería más que una monstruosidad añadida a hechos ya suficientemente monstruosos.

Y aquella persona, da igual de cuál partido, aunque sea lo primero que se ha predicado de ella, que desconozco si es víctima o no del terrorismo o está relacionada con alguna de ellas, lo cual sería sin duda desgracia terrible para él y motivo más que suficiente para comprender su ira, como la de tantos afectados, pero no así, si no fuera este su caso; y que se ha permitido amenazar de muerte al diputado Alberto Garzón por expresar, más o menos, lo mismo que expreso yo en estas líneas, seguramente no sea consciente de ser víctima, cierta o figurada, pero víctima, dos veces. De la primera, no es responsable, indudablemente, pero de la segunda sí, aunque no lo sepa. Y lleva dentro la pesada y dolorosa semilla de poder pasar de victimado a victimario. Y entonces, creyéndose un justiciero, será solo un delincuente. Otro más.

Solo, para acabar, recomendar a mis lectores un libro. Creo que no lo he hecho nunca. Y alguna vez tenía que estrenarme. Les aseguro que es más que pertinente, al respecto de este artículo, que todo lo que yo pueda decir y seguir diciendo, libro que, en efecto, trata de un ser humano excepcional, con su hache, la de Melchor, extraordinariamente mayúscula. Es el protagonista de nuestra Lista de Schindler, en castellano de ley. El ángel rojo. Historia de Melchor Rodríguez, el anarquista que detuvo la represión en el Madrid republicano, de Alfonso Domingo Álvaro. Editorial Almuzara, 2009, ISBN: 978-84-92573-63-9.

Es más, deberían administrar el libro en el colegio, si es que en los colegios se administraran libros, pero sería más sano, recomendable y mejor incluso que cuando daban un vaso de leche. Cuando la daban los unos y cuando la daban los otros. La leche. Y también las leches.

2 comentarios:

  1. Regalo de título y de un texto que ya nos tardaba en tan feliz ocasión -el de la imprescindible intervención del Tribunal de Estrasburgo en el recurso al método Parot- a los impacientes lectores de Blog y Magog.

    A modo de tributo personal al sentido y la trascendencia de su texto, una pequeña confidencia. Probablemente, en alguna ocasión, supe de una acción concreta de Melchor Rodríguez, o supe de algún prohombre del franquismo que, antes de devenir prohombre, había sido arrancado de una muerte segura por el Ángel Rojo. De ninguna manera tenía su biografía completa. Ahora sí, empujada por usted y gracias a una entrada de Wikipedia; no me importa el rigor del dato concreto en este caso, como en tantos otros, me importa la mirada al conjunto. Y respecto al porqué de la ignorancia, de que no me hubiera hecho con todo ello antes, acabo de decirme que lo desconocía en absoluto, para corregirme de inmediato; lo intuyo, las razones de haber permanecido en babia una vida. Por todo ello y por algo más, mil gracias, Alberto.

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  2. Pues gracias a usted, lector. Yo tampoco sabía nada de este Melchor Rodríguez hasta que hace un año, por pura casualidad, es decir, hojeando solapas, compré el libro en la típica mesa de libros de saldo de una librería. Así que el único mérito que puedo atribuirme, por una vez, es que tuve buen ojo. El libro es una pieza aleccionadora, enaltecedora y sorprendente sobre nuestra historia y el personaje biografiado un tipo humano impagable.

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